Hoy como ayer
Hay una distancia enorme en estas sociedades que se dicen desarrolladas entre el discurso oficial y el día a día, entre el dicho y el hecho. Nos hemos rodeado y protegido para calmar nuestra conciencia de un conjunto de torres de marfil en las que vamos depositando conceptos como paz, derechos humanos, libertad, solidaridad, igualdad, etc… que ya no suenan a otra cosa sino a perorata. Constantemente los medios nos remiten a ese lenguaje de lo políticamente correcto en el que palabras deliciosas y bellas, si se les da contenido, se desvirtúan ante el manoseo constante e hiriente al que se ven sometidas, quedando bajo la ampulosa forma, destartaladas, tristes y vacías. Todo el mundo sabe manejar este discurso y si implícitamente nos lo piden, ya sea en la escuela ante el maestro, ya sea en declaraciones ante los periodistas de turno, lo soltamos de carrerilla aunque lo que estemos diciendo se coloque en las antípodas con respecto a nuestra manera de pensar.
De esta forma no resulta extraño –y peligroso- que cuando llega un Berlusconi de la vida –aquí tuvimos nuestra versión autóctona con el siniestro Jesús Gil- con aires populistas y comienza a negar este discurso oficial, la gente por lo menos lo oiga, habiendo incluso quien piense “por fin alguien que se atreve a decir la verdad”. En Europa, de un tiempo para atrás, sobre todo tras la caída del Muro, estos funestos personajes comienzan a prodigarse y al comprobar que su mensaje cala entre la gente de a pié, no son pocos los políticos y periodistas que hacen guiños y contoneos a este discurso que comienza a emerger con fuerza y que tiene que ver más con Goebbels que con el siglo de las luces.
Resulta por tanto de una perversión con todas las de la ley cuando ahora con las crisis no son pocos los gobernantes que prometen que los trabajos son para los oriundos del lugar. El caso del británico Gordon Brown quizá sea el más sonado en estos días por la noticia de la huelga de corte xenófobo producida en Lindsay contra trabajadores portugueses e italianos. Sería un alivio que todos estos gobernantes y panda de acólitos que hacen gala de su celo patrio desmontaran sus discursos de derechos humanos, solidaridad, libertad… y nos los dejaran a los que verdaderamente creemos en ellos. Sin embargo, mucho me temo que esto no será así y que por el contrario seguirán martirizándonos con su lenguaje de a Dios rogando y con el mazo dando. Al parecer la palabra que más se repite en la huelga de Lindsay es solidaridad. No sé muchas cosas es verdad, pero hasta donde mi entendimiento llega donde habita la solidaridad no hay lugar para el egoísmo, donde habita la dignidad no reside lo mezquino. Ha pasado más de un siglo pero la música aquella del proletarios del mundo uníos a mí me sigue sonando.
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Pedrin -