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centaurodeldesierto

Historias de vida

Trapiello y yo

Os cuento lo que me ha pasado con el escritor Andrés Trapiello, famoso por escribir hace ya unos años un aplaudido libro sobre la actitud de los escritores españoles durante la Guerra Civil, Las armas y las letras. No contento con escribir un ensayo totalmente descontextualizado de lo que fue dicho conflicto situando en un mismo plano a vencedores y vencidos y sin una mísera nota al pie, el señor Trapiello vuelve al mismo tema ahora con una novela, Ayer no más. El País (cómo no el periódico CT –cultura de la Transición- por excelencia) le hace una entrevista al respecto y dice esto sobre la Causa General:

La Causa General se instruyó de manera atropellada y poco fiable. Me gustaría que los historiadores de izquierdas estudiaran la Causa General, que ha sido pasto de los de derechas. Lo que necesitamos es que todos estudien a todos, y todos honren la memoria de los inocentes, y todos reprueben a los criminales de ambos bandos con parecida determinación. Es obvio que hay más saña con los vencidos que con los vencedores, pero el camino del agravio lleva a todo el mundo al mismo sitio: a ninguna parte.

Para el que no lo sepa la CG fue un proceso de investigación impulsado por el franquismo para abordar “los hechos delictivos cometidos en todo el territorio nacional durante la dominación roja”. Es decir, es un examen hecho en 1940 por el bando vencedor sobre la represión en la zona republicana durante la guerra civil. Historiadores como Francisco Espinosa la han estudiado a fondo, poniendo en evidencia cómo el franquismo falseó los datos al comprobar que la realidad no se correspondía con las cifras que estimaban, dando por zanjado el asunto incluso antes de lo previsto y prometiendo publicar lo investigado, cosa que nunca llegó a suceder.

Es normal por tanto que me indignara la aseveración de Trapiello, que se dedica a pontificar a diestro y siniestro sobre la guerra civil y es bastante apreciado entre la cultura oficial y el gafapastismo.

Olvidé el asunto hasta ayer, cuando bicheando por la red vi que en El País (otra vez), Trapiello aparecía en una de esas entrevistas digitales en las que el invitado de turno contesta a lo que los internautas preguntan. Así, adopté el pseudónimo de Bajatierra, en honor al periodista anarquista muerto en Madrid pistola en mano en Marzo de 1939. Tome dicho pseudónimo, como una pequeña venganza, ya que Trapiello despreciaba al anarquista en Las armas y las letras pintándolo poco más, poco menos que como un viejo flipado que se creía que todo era de color de rosa. Aquí está mi pregunta y lo que me contestó Trapiello:

P. Hola Sr. Trapiello. El otro día le leí diciendo que los historiadores de izquierdas deberían echarle un vistazo a la Causa General. No sé si lo sabe, pero historiadores de prestigio como Francisco Espinosa lo han hecho evidenciando su carácter manipulador. ¿Lo ha leído? En caso negativo, le recomiendo modestamente Contra el olvido, La columna de la muerte y/o La justicia de Queipo. Gracias.

R. Tiene mucha razón. Creo que sería una cosa buena que los historiadores se ocuparan de todas las víctimas, porque las víctimas no lo son del franquismo o de la República. Todos sabemos que la Causa General estuvo ignominiosamente instruida y manipulada, y precisamente por eso es necesario el trabajo de historiadores por encima de las ideologías, capaces de decirnos lo que hay de cierto y de falso en esos miles de legajos. Sólo un ejemplo: Felipe Sandoval. tras el trabajo magnífico que hizo con la vida de este anarquista Carlos García Alix llegamos a la conclusión de que el testimonio de Sandoval arrancado por la policía al acabar la guerra y que figura en Causa General fue obtenido bajo tortura... y además todo lo que confesó allí era verdad.

¿De qué demonios me habla Trapiello? Por un momento dudé si había errores de algún tipo en mi pregunta, pero no, creo que se me entiende claro. Es el inefable escritor, gurú de la literatura guerracivilista el que se va por las ramas, para de paso darle una patadita al perro metiéndose con los anarquistas. El caso es que me pregunto si de verdad Trapiello sabe qué es la CG o qué libros de historia al respecto ha leído.

Finalmente de toda esta anécdota saco siniestras conclusiones. La principal es que en esta democracia vigilada que padecemos, el pasado de la guerra civil se distorsiona continuamente dándole el altavoz a personas que sin llegar a Pío Moa (no seremos tan sumarios), no han pasado en sus lecturas de Jackson y La república y la guerra civil y/o similares, al acercarse al conflicto que empezó en el 36. Es muy fácil a partir de ahí, tras una pátina de simpatía por el republicanismo, caer en el todos fuimos culpables, todos se excedieron, viva la CT. Mientras, el viejo lema “Conocer el pasado, comprender el presente, cambiar el futuro” se va por el desagüe del olvido. En nuestras manos está evitarlo.

Wedlaoud

Uno de los mejores viajes que recuerdo fue uno que hicimos en Diciembre del 2006 a Marruecos unos amigos y yo. Tras pasar unos días en Chauen, pasear por la medina, disfrutar del paisaje, comprar algunas cosas y degustar unos sabrosos zumos y batidos, decidimos pasar el último día de nuestro viaje en Wedlaoud, un pueblecito a orillas del Mediterráneo. Al contrario que Chauen no era una zona muy turística, lo cual agradecimos, buscando algo quizás más auténtico, alejado de los circuitos del turisteo. De Wedlaoud me llamó la atención la ausencia de estrellados hoteles y demás complejos, tan habituales en las costas sitas al otro lado del estrecho; sus casitas pintadas en rojo,  como si se hubiese detenido el tiempo. Me dije que quizás hace cincuenta años los pueblos de la costa del sol fueran así: tranquilos, sosegados, aún no contaminados por el aluvión perturbador de visitantes de sol y playa.

Asentado sobre una especie de cala y rodeado por las montañas del Rif, Wedlaoud disponía de una playa agreste por la que paseamos entre risas después de haber disfrutado de un curioso plato elaborado a base de sardinas, aceitunas y mucho picante, del que dio buena cuenta mi amigo Ortega. Al final, cansados, ya cayendo la tarde, y bajo un árbol muerto, pero que milagrosamente seguía en pie, nos sentamos y disfrutamos de la visión del mar mientras el sol se escondía. Cuando se hizo de noche y tras una pequeña aventura en busca de cervezas que resultó un tanto cómica, llegamos al único bar que estaba abierto y cenamos una bandeja de pescado frito variado que nos resultó delicioso. Era ya de noche, las pocas farolas que había permitían ver un bonito cielo con la luna llena como fondo. Al día siguiente cogeríamos en Tánger el ferry de vuelta y pondríamos fin a aquel bonito viaje y algunos decidimos ponerle una guinda con un buen hachís sentados en aquella playa que nos había gustado tanto. De este modo, Ortega, Augusto y yo nos encaminamos allí, mientras el resto se iban a la casa en la que dormíamos. Apenas existía iluminación, no había ningún alma y sólo la luna parecía contemplarnos. Estábamos contentos y entre risas recuerdo que Ortega se sacó la chorra y empezó a mear en dirección a todas partes –hay fotos que lo demuestran-. Tras esto nos sentamos y a punto de encender el pitillo, una luz de una linterna nos cegó. Una voz se dirigió a nosotros en árabe. Cuando la linterna dejó de apuntarnos, pudimos ver que ante nosotros se encontraba un tipo alto con un fusil al hombro. Al ver nuestras caras de desconcierto y de turistas, el tipo farfulló algo, creo recordar que comentó algo en español en plan “Podéis estar aquí” y se dio la vuelta. Nosotros hicimos un tanto de lo mismo y volvimos con los amigos que nos esperaban en casa sin haber encendido aquel pitillo.

Entre Zurich y Alicante. Odisea en el Levante.

Mi única propiedad es un Ford Escort de 1997. Cuando lo compré ya había cumplido los diez años. Es de color verde, lleno de bollos y desconchones, sucio por dentro y por fuera... Botellas de plástico, alguna lata, papelitos arrugados, algún cd rayado, suelen acompañarme en mis viajes. Hace tiempo que quería deshacerme de él, ya que su capacidad de dar un  servicio medianamente en condiciones se ha ido al traste (en el último año ha visitado una decena de veces el taller). Sin embargo, los dramáticos y surrealistas acontecimientos que me han ocurrido en las últimas semanas, han acelerado mis propósitos de comprarme un coche nuevo y mandar el Ford al puñetero desguace.

En los últimos tiempos mi cochecito perdía agua, la aguja del motor me indicaba que el vetusto automóvil de los huevos se calentaba con facilidad. Intentaba conducir sin ir muy rápido, dosificando la velocidad, siendo comprensivo con él en las cuestas, evitando en la medida de lo posible cogerlo en las horas más calurosas del día; con constantes miradas rápidas a la aguja del motor que me impedían una tranquila conducción. “Es un coche viejo, son las cosas que le pasan a estas máquinas cuando ya tienen unos añitos. uando pase el verano me pondré a la tarea de un carro nuevo”, me decía a mí mismo.

Desde Marzo llevo planeando mis vacaciones a Islandia. En mitad de la vorágine opositora soñaba con el maravilloso viaje que me esperaba en Agosto a la isla más septentrional de Europa. El vuelo hasta allí no salió muy caro, ya que desde Alicante operaban vuelos directos hasta Rejkjavik por compañías de bajo coste. Esto estaba de puta madre ya que Baza, la localidad en la que resido, está a poco más de dos horas de dicho aeropuerto. Al fin, el día 9 de Agosto llegó, y desde Baza (Granada) nos pusimos en marcha dirección a Alicante, donde cogeríamos el avión que nos llevaría a Islandia. El avión lo cogíamos a las 22.15 y salimos de Baza seis personas y dos coches a las 16.00 para llegar con tiempo al lugar. Todo era alegría. En mi coche, mis dos acompañantes –mi novia y un amigo- y yo reíamos, contábamos anécdotas graciosas y divertidas, hacíamos juegos de palabras… De pronto, miro la aguja del motor y está en rojo. Me doy cuenta de que huele raro y que el Ford echa humo. Paro el coche y abro el capó –no sé por qué todos los que nos quedamos tirados en la carretera hacemos esto cuando la mayoría no tenemos ni puta idea de mecánica-. Estoy nervioso, mis dos acompañantes también. Llevamos el Ford a una gasolinera cercana y desde allí llamo a  Zurich –no a la localidad suiza sino a los de la compañía de seguros-, los cuáles tras sucesivas llamadas –siempre a un 902 que es el número que tienen de asistencia en carretera, lo cuál agrava el coste de mis llamadas- tardan en poner una hora una grúa a mi disposición. Contemplo las caras de abatimiento de mis acompañantes, estoy maldiciéndome -hasta me fumo un cigarro-, miro al reloj, los minutos van pasando en aquella gasolinera perdida de Murcia, unas putas se ponen al otro lado de la carretera a la caza de clientes, la gente para sus coches para repostar mientras nos contempla con signos de interrogación; el Ford no para de echar humo.

Nos llaman por teléfono, es el otro coche que partió de Baza, ya está en Alicante. Nuestro amigo decide bajar a recogernos para no perder el avión, ya que no nos fiamos que el seguro nos ponga a tiempo un taxi. Llega el de la grúa. Se lleva el coche. Al cuarto de hora llega nuestro colega y marchamos a toda pastilla para el aeropuerto. En el camino me llama un agente de Zurich. Le cuento mi situación, me voy al extranjero por dos semanas, no voy a estar en España, llevadme el coche a Baza a la dirección de un taller que conozco…  El tipo insiste en que no, que el coche debe de quedarse en ¿Orihuela?, que me debo de preocupar para que alguien me recoja el coche cuando esté reparado. La conversación va subiendo de tono. Vocifero y grito, me pongo de mala hostia, los tacho de sinvergüenzas, de incompetentes. Le corto mientras le insisto que o me llevan el Ford a Baza o me llevan el Ford a Baza. Al minuto me vuelve a llamar. El coche irá a Baza a la dirección que yo le he señalado.

Estoy en Islandia. Al final pudimos coger el avión a tiempo –cierto que con algunas prisas-. La isla es tal y como yo había imaginado, naturaleza salvaje en estado puro. Llamo desde allí al taller de Baza. El mecánico, un hombre que me conoce por mi nombre de las veces que el coche ha ido al médico este año y que se frota las manos cada vez que me ve aparecer, me dice que el Ford lo que tiene es un manguito del radiador reventado y que me lo ha reparado. Que la avería era una tontería vaya. Llamo a un amigo de Baza, le digo que me recoja el coche y que si puede venir a recogernos al aeropuerto a mí y a mis dos acompañantes cuando volvamos de Islandia. Me dice en principio que sí, pero dos o tres días antes de volver a España lo llamo y me dice que no va a poder. Habrá que recurrir al Plan B.

El Plan B consiste en que me vaya hasta Baza en el coche del colega que vino a rescatarnos en aquella gasolinera perdida de Murcia. Allí él me deja, él continúa su camino y yo cojo el Ford –ya reparado- voy hasta Alicante, recojo a mi novia y al amigo que venía con nosotros y nuevamente marchamos hacia Baza. El Plan B supone agotamiento y cansancio, tanto para mí –seiscientos kilómetros, tres trayectos-, como para mis acompañantes condenados a una larga espera en el aeropuerto; pero es lo que en ese momento vemos más viable si tal y como queremos mi novia y yo es estar en Arcos (Cádiz) a partir del domingo día 22 de Agosto para ultimar nuestras vacaciones en nuestra tierra.

El Plan B se pone en marcha. Tras toda una noche en el aeropuerto de Rejkjavik cogemos el avión a las 7 de la mañana del sábado día 19. A las 14 horas llegamos a Alicante. Almorzamos y salgo en el coche en dirección a Baza a las 17:15. A las 19:30 estoy en Baza. Recojo las llaves del coche, compro cervezas y saco unos filetes del congelador de mi casa para la cena. A las 20.00 salgo dirección a Alicante. Si todo va bien todo habrá acabado a las 00.30- 1.00. Voy conduciendo, tras casi dos horas al volante, me siento cansado. Es de noche y calculo que apenas me quedan unos veinte kilómetros para llegar al aeropuerto de Alicante. Tengo ciertas dudas de cuanto tiempo estaremos allí, ya que los móviles nuestros están más que escasos de batería, y mientras nos encontramos y no nos encontramos… Constantemente miro la aguja del motor. Durante todo el camino el Ford se ha ido portando bien, pero de pronto en las inmediaciones de Elche, la aguja se pone en rojo. Paro en un apeadero de la autovía. Una catarata de agua cae del bajo del coche. Estoy en la nada, de noche, con automóviles pasando a toda velocidad, cerca de una huerta de naranjos que adquieren con la luz de la luna llena un carácter fantasmagórico. Miro al móvil. Está rojo de batería. Me asusto. Llamo por teléfono a mi novia con un nudo en la garganta, también su móvil está a punto de irse. Le cuento todo lo que ha pasado, le digo que por favor llame a la asistencia en carretera, que lo gestione ella que está en el aeropuerto, porque con mi móvil no podré hacerlo. Afortunadamente a lo lejos se ve un cartel que me permite indicar el punto en el que estoy.  Las dos horas que siguen son un trasiego de llamadas, grúa, seguro, nuevamente a mi mujer –todo con la batería en rojo-; transporte con el tipo de la grúa –un colombiano muy simpático- hasta Elche y desde allí a la estación de autobuses de la ciudad. Al final, Zurich nos pone un taxi hasta Baza a mí y a mis acompañantes. Llegamos a casa pasadas las 3 de la mañana.

Evidentemente la posibilidad de llegar el domingo a Arcos se ha ido al garete. Sin embargo, mis padres me comunican que el miércoles van a Granada a llevar a mi hermana que vive allí. Así pues, el miércoles estaremos en nuestro pueblo. El lunes llamo a Zurich. Quiero que me envíen el coche hasta Arcos. Me dicen que no, que es imposible, que primero tienen que saber qué le pasa al coche y si la avería es superior al precio de éste, me lo enviarán, que de lo contrario no. Según Zurich debo de encargarme de ponerme en contacto con el taller de la Ford de Elche (Talleres Crespo) y gestionar el que la grúa me lleve el auto desde el depósito hasta dicho taller. Discuto, intento negociar. Es imposible, insisten. Me dan el número de teléfono de los Talleres Crespo. Me tiro todo el lunes intentando llamar. No me lo cogen. Nuevamente llamo a Zurich –me habían dado un número de teléfono equivocado- y nuevamente vuelvo a insistir para que me lleven el coche a Arcos o en su defecto a Baza. Nuevamente me dicen que es imposible. Consigo finalmente contactar con los talleres Crespo y me dicen que necesitan de mi firma para poder hacer un diagnóstico del coche. “Vivo en Baza” les digo. “Pues necesitamos tu firma” me contesta una voz femenina al teléfono. Finalmente tras unos minutos acordamos que les enviaré un fax con una autorización mía y mi DNI. Sin embargo es muy tarde para hacer eso ya, puesto que el taller cierra y habrá que esperar hasta el día siguiente.

El martes llamo a Zúrich – a todo esto, el número como ya dije más arriba es un 902 y cada vez que llamo se pone una persona distinta, por lo que debo de contar toda la película desde el principio- y les digo que me den el número de la grúa –no me lo habían dado-. Pongo en contacto a los de la grúa con el taller. La compañía de grúas me dice que cuando lleven el coche a los Talleres Crespo me llamarán para decírmelo –todavía estoy esperando-. Mando el fax al dichoso taller de las narices. A las 19:30 recibo una llamada de ellos para decirme que el coche ya está arreglado, que era un manguito del radiador (otra vez) y que son 100 euros. Cabreo monumental, puesto que autoricé la diagnosis no la reparación. Hijosdeputa. Otra vez llamo a los sinvergüenzas del seguro y me dicen que para el día siguiente me gestionaran los medios de transporte necesarios para desplazarme a Elche a recoger mi coche. Discuto brevemente para que me lo traigan a Baza. En estos momentos, tras dos días de mosqueo continuo, irritabilidad constante y nervios de punta, estoy cansado, muy cansado. Opto por un “de acuerdo”. Me aseguran que me llamaran a primera hora de la mañana con todo gestionado, ya que les pido por favor que quiero estar en el jodido taller antes de las 13:00 que es cuando cierra. (Mi idea es ir con el Ford hasta Baza, descansar un poco, y después tirar hasta Arcos). Me hacen toda una ración de promesas de que no he de preocuparme por nada que así será.

Al día siguiente son casi las 10 y todavía no me han llamado. Telefoneo otra vez a los mamones del seguro y a su puto 902. Cuento la película desde el principio. Me pondrán un coche de alquiler me dicen, aunque debo de cumplir tres requisitos: a) Tener más de 25 años. Sí. b) Carné de conducir con más de dos años. Sí. c) Tarjeta de crédito. No (Tuve un problema con una tarjeta de crédito que me dejo tirado en Islandia porque ya había caducado y el banco no me había dicho nada). Tras media hora de gestiones, Zurich me llama y me da la siguiente solución: La única casa de coches de alquiler que opera sin tarjeta de crédito es Hertz, pero Hertz está en Granada. O sea, me llevan en taxi a Granada, allí cojo el coche y lo dejo en el aeropuerto de Alicante (¡Otra vez nooooo!), allí pido un taxi y que éste me lleve a los Talleres Crespo de Elche. Es una solución absurda lo sé, pero desde su cortedad de miras suiza, los cabrones de Zúrich sólo aceptan esta opción, a pesar de que les digo que Granada está en dirección contraria a Elche.

Cuando llego a los talleres Crespo en Elche tras todo un día en carretera con un sol de justicia son las 18:00. Allí me aborda el jefe, al que de un rápido vistazo identifico como un pirata. Es el típico tío que no para de hablar y que te pone la cara muy cerca, mientras no para de hacer aspavientos. No me gusta una mierda. Le digo que han sido unos sinvergüenzas ya que yo autoricé la diagnosis y no la reparación. Me da unas excusas en su jerga de mecánico de tres al cuarto. Quiero pagar e irme. Mi novia me llama a todo esto. La pobre mía está muy preocupada. Le digo que si por mí fuera la recogía en Baza y tirábamos para Arcos. Me dice que al día siguiente jueves 26 nos vayamos. Tiene razón y es lo más sensato.

Salgo del taller pitando y el coche parece portarse bien. Sin embargo, nada más entrar en Andalucía y tras haber dejado atrás la provincia de Alicante y Murcia, algo empieza a no ir bien. La aguja del motor otra vez se pone en rojo. Paro en un desvío –el primero que veo- y otra vez la catarata de agua en el bajo del Ford. Ciego de rabia, le doy puñetazos, golpeo con ira su capó, su techo y maldigo mi suerte. Llamo a Zurich y cuento la historia del Ford Escort por enésima vez. Adivino una risa contenida en la voz femenina situada al otro lado del teléfono. Esta vez sí me podrán llevar el coche a mi casa. A la media hora, ya atardece, aparece el gruísta. Con él marcho a mi domicilio, y mientras nos enfrascamos en una discusión sobre cuantos habitantes tiene Baza y con el rabillo del ojo observo que en su móvil tiene de portada la bandera franquista, miro atrás a ese viejo trasto que tantos disgustos me ha dado este mes. Abollado, con un faro sujeto con tirantas, por un momento percibo algo de vida humana en él, diciéndome que está cansado, muy cansado, suplicando que éste sea su último viaje, que lo lleve al desguace. Cuando llego a casa son pasadas las 22:00. Abrazo y beso a mi mujer, que suspira de alivio cuando me ve tras casi once horas de carretera. Ella no da crédito a lo que ha pasado, yo tampoco.

 

PD: El jueves por la mañana día 27 de Agosto salimos en dirección a Arcos. Los medios que utilizamos fueron el tren y el autobús.

De Marx a yonqui

 

 

Algún psicoanalista se retraería hasta mi más tierna infancia, cuando mi tío, persona elocuente y culta, llevaba unas barbas enormes. Teorías freudianas aparte, lo cierto es que durante mi adolescencia comencé a experimentar interés por las teorías del señor Karl Marx y por su amigo y colaborador Friedrich Engels. Algunos de sus libros se agolpaban entre las estanterías de mi casa, recuerdo de los años de juventud de mi padre. En la portada de algunos de ellos, las fotos de perfil de ambos marcando unas luengas barbas y unos amplios bigotes me dejaron impactados, inspirándome un recuerdo imborrable de sabiduría, respeto y cierto aire venerable. En este sentido la suerte me sonreía, ya que desde los catorce años me había ido saliendo una barba super cerrada que me llegaba hasta justo debajo de los ojos y que crecía como si la regaran todos los días. Ya había hecho algunos tímidos intentos, aparte, odiaba afeitarme... Sí, ya estaba preparado, era mi primer año de universidad y al fin podría dar el salto, el gran salto cualitativo. A mis dieciocho años yo quería tener unas barbas que me llegaran al pecho, con un bigote que pareciera el rodillo de un pintor de brocha gorda. Según estimé en mis cálculos iniciales, que parecían sacados de un plan quinquenal, el proceso por el cuál pasaría a convertirme en el alter ego del filósofo alemán duraría tres años. Tres años que me darían un aspecto que parecería una mezcla de aquellas fotos de perfil de Marx y Engels y un enorme mostacho a lo Niestzche. Finalmente el plan quinquenal se quebró y se redujo todo a un año, un año que fue de Febrero de 2000 a Febrero de 2001, un años entero, ya no sin afeitarme, sino sin recortarme para nada.

Sin embargo...no, mi aspecto barbado no emulaba al de Marx, ni de lejos alcanzaba ese aire venerable y cuasi sacro que aparecía en las portadas de la editorial soviética Progreso. Es más, ni tan siquiera mis barbas emulaban a las de mi querido tío, recuerdo entrañable de mis más tiernos días. Para explicar esto hay que situarse en el contexto de aquellos años:

a)      Tras unos inicios prometedores la barba dejó como de crecer, y aunque llegaba al pecho, se volvió rala y algo deshilachada, con un bigote que lejos de crecer como el de Niestzche crecía hacia abajo y tapando mi labio superior.

b)      Como estudiante universitario que vive fuera de su casa y que está acostumbrado a que su santa madre se lo haga todo, mi dieta no era muy completa, reduciéndose a chistorra, huevos fritos, bacon, sopa de sobre y puchero congelao. Si a esto sumamos que no soy precisamente una persona fornida, y que no he pisado un gimnasio en mi vida, el resultado era el de un tipo enclenque que parecía sacado de un campo de concentración nazi.

c)      No era una persona por aquellos días muy higiénica -de hecho en el transcurso de aquel año alcancé mi récord sin ducharme, ocho días-. A esto habría que añadir que tenía unas melenas que me llagaban hasta la tetilla y que a menudo gustaba de llevar sueltas, merced al viento.

El resultado en definitiva era un resultado marcado por la precariedad. Una precariedad que dio lugar a millares de anécdotas. Entre ellas destacaría:

a)      Cuando mis barbas crecieron, pronto me di cuenta de que resultaba algo incómodo dormir de lado, por lo que dormía boca arriba, con mis barbas puestas por encima de las sábanas y de las mantas.

b)      Uno de mis alimentos base como ya he señalado era la sopa de sobre. Debido a algunos factores mencionados anteriormente y a que soy de una naturaleza despistada era muy normal que mis barbas acabaran remojándose en el plato.

c)      Víctima de un consumo desmedido de cannabis, no era raro que de pronto comenzase a darme manotazos en la barba al prender alguna china.

Definitivamente no había logrado mi propósito. La efigie de Marx se perdía cada vez más en la lejanía y una madrugada lo vi claro. Me desperté a las cuatro de la mañana hambriento. Vivía en el piso de papel y el verano todavía no se había ido. Hacía calor y mi cuerpo famélico se cubría únicamente por unos calzoncillos. Avancé hacia la cocina y allí rebosaba una olla enorme de sopa de sobre con fideos fría. Me pareció un manjar. Rápido me abalancé sobre ella y con un cazo bebí con fruición, el tacto frío de la sopa caía sobre mi cara. Fue entonces cuando percibí que mi compañero Rafa (Capi) estaba apostado sobre el quicio de la puerta de la cocina. Me miró con legañas en los ojos, envuelto todavía en el sueño y con desolación murmuró: "Tío, eres un yonqui".

 

 

 

El Guti

 

Corpulento, tenía cara de pasmarote y voz cavernosa. Cualquiera que lo viera con su periódico deportivo bajo el brazo, podría pensar que se trataba de un chico de pueblo sencillo, algo rudo pero de buen corazón, que pobre de él estaba a punto de perder su inocencia en la vorágine urbana que es la ciudad de Cádiz (con ironía). No negaré que el careto que arrastraba el tío inspiraba esto, aunque el personaje tenía sus sombras. Entre nosotros la bronca nunca estalló, simplemente hubo tensión aderezada quizás en algún momento por una palabra de más y malas caras. Fue mi primer compañero de piso, e imagino que igual que yo lo tuve que soportar a él, él me tendría que soportar a mí, sobre todo en una época en la que la precariedad marcaba y daba sentido a mi existencia.

Cuando en las primeras clases de la facultad se nos habló de un pueblo de aspecto y cultura rudimentaria, habitantes de las montañas, llamados gutis, que acabaron con la civilización sumeria, no pude evitar ver entre aquellos cavernícolas su rollizo semblante, trajeado a lo Pedro Picapiedra y portando un garrote... A partir de ahí fue el Guti.

No quiero que se me interprete mal. En la elección de dicho apelativo no hay prepotencia por mi parte, ni desdén, ni mucho menos desprecio a la gente que viene de los pueblos a estudiar en la facultad. Yo mismo soy de un pueblo, y por ello me vi obligado a compartir piso con el Guti y su novia.

He dicho que el Guti aparentaba un aspecto de candidez inocente que va a ser mancillada por los pecados de la ciudad, pero como he señalado esto era no más que una apariencia. No era sencillo, sino simple; no era rudo, sino un cabeza cuadrada que no dudaba a veces en desairar a su novia, sin duda una chica mucho más valiosa que él. Entre el Guti y yo nunca hubo una amistad y muy pronto nuestras conversaciones se limitaron a los saludos. A esta cesura entre él y yo contribuyeron sin dudad mis nuevos amigos de aquel entonces, que ya hoy son viejos y muy buenos por cierto. No es que ellos tuvieran la culpa, no me refiero a eso, pero al Guti le molestaba profundamente su presencia  y no dudaba en disimularlo con constantes malas caras. Especialmente le caía bastante mal que mis amigos hicieran uso del cuarto de baño cuando urgía necesidad. Como expresó en uno de sus memorables comentarios "A mi casa los amigos vienen cagados y meados". Recuerdo que un fin de semana amigos míos vinieron a verme y para evitar que alguno -que no lo iba a hacer- durmiera en su cama en su ausencia -pues todos los fines de semana marchaba a su amado pueblo- el tipo extendió sus apuntes por ella. De esta manera, opté por hacer de mi habitación el lugar donde prácticamente lo hacía todo, desde recibir visitas hasta comer, desde dormir hasta escuchar música, evitando en lo posible el contacto con el Guti, que sentado en el sofá del salón disfrutaba con su novia de la primera edición de Gran Hermano o del fútbol del que era un gran forofo. Y es que para él el sumum de la literatura universal era el Marca, como ya plasmaría en la frase que pasó a la posteridad: "Yo me compro mi Marca y paso de tó".

No sé que habrá sido del Guti, pero después de diez años no creo que haya cambiado mucho. Me lo imagino trabajando en la empresa de su padre, en su pueblo, casado con su novia, y quizás ya con niños. Me lo imagino yendo del trabajo a casa y de casa al trabajo, quizás haciendo un descanso a eso de las once de la mañana para tomar un café en el bar de al lado; saliendo algunos sábados con la mujer y los niños y con los cuñados para tomar unas cervezas y unas tapitas; reconfortado por la compañía de una esposa con la que se limita a cruzar palabras sobre los hijos; sentado en el sofá, mientras con gesto aburrido pulsa el botón del mando a distancia; emocionándose con los goles y con los fichajes estratosféricos de su Real Madrid; leyendo el Marca y pasando de todo.

 

Mi primera vez con la Benemérita

La verdad es que amor por la Benemérita no siento mucho que digamos. No es un rechazo irracional; por el contrario éste se basa en un profundo asqueo hacia su función como brazo ejecutor del Estado. Sin embargo, no pretendo hoy glosar las inmundicias y suciedades de tan patriótico cuerpo, sino más bien, mi primera toma de contacto con ellos. Luego ha habido varias más, quizás todas con un tinte algo absurdo, aunque la primera vez es siempre la primera vez, y eso, eso nunca se olvida.
El primer topetazo con los hijos de Ahumada, fue en mi pueblo. Yo aún estudiaba en el instituto y esperaba al bueno de mi amigo Emilio enfrente de un kiosko. Como el tío se retrasaba compré un litro de cerveza y me dispuse a esperar, mientras bebía. Muy pronto, llegó una pareja de guardias civiles. Uno era panzón y con gafas, de unos treinta y tantos –vamos como para saltar vallas que estaba el tío-; el otro bajito, enclenque, ya cincuentón, también con gafas. Nada más que vi aparecer el Nissan Patrol me dije: “Vienen a por mí”. Sin decir hola ni nada, me pidieron la documentación, me registraron y me sacaron lo que tenía en los bolsillos, únicamente las llaves de mi casa. Como vieron que a pesar de mis pintas era un ciudadano honrado, la pareja se despidió y se marcharon. Sin embargo, al echarme mano a los bolsillos me di cuenta de que los picoletos se habían llevado las llaves de mi casa. Uno de ellos las había dejado sobre el capó del coche. Aún se divisaba el Patrol en la lejanía y yo ni corto ni perezoso salí corriendo detrás del coche, mientras les gritaba que parasen. Así que imaginad la escena, un peludo canijo, vestido de negro desde la cabeza hasta los pies, corriendo y gritando detrás de un coche de la guardia civil para que se detenga. Como no hacían caso a mis gritos y había alcanzado la parte trasera del vehículo, comencé a golpear éste con fuerza. Fue entonces cuando pararon. “Os lleváis mis llaves” les dije, mientras señalaba a éstas que milagrosamente todavía se mantenían en lo alto del capó. El guardia civil sonrió forzado como pensando “Qué espectáculo más lamentable acabamos de dar” y amablemente me las devolvió.
Creí haberme librado de tan particular pareja de guardias civiles, que podría respirar tranquilo… Pero no, me equivoqué. Cualquiera que me conozca sabe que soy noctámbulo por naturaleza, no es que me guste mucho ir de copas, sino que me encanta disfrutar de la noche en mi casa, mientras leo o veo la tele, apretando el mando aleatoriamente. Para mí es un momento de relax. Bien, pues apenas habían pasado dos semanas de lo señalado más arriba, encontrándome yo en uno de mis momentos de descanso nocturno, cuando a eso de las dos de la mañana llaman a la puerta de mi casa. Miro por la mirilla y ¿a quién veo? a la misma pareja que había estado a punto de llevarse mis llaves. ¿Venían a por mí? La verdad es que me asusté un poco. A oscuras me adentré en la habitación de mis padres y comuniqué la noticia a mis progenitores, los cuáles se encontraban en ese momento en el séptimo cielo, mi madre respirando suave y pausadamente, mi padre roncando como un desesperado. Con cara todavía de dormidos mis padres abrieron la puerta y dejaron pasar a la singular pareja, uno alto y rechoncho, el otro enclenque y bajito, ambos con gafas. En esta ocasión no venían a por mí, sino a hacerle unas preguntas a mi hermana, a la cuál hubo que despertar, ya que una amiga suya se había fugado de su casa. Preguntaron a mi hermana y al no hallar respuesta, cortésmente se marcharon. Aquella noche ya no hubo momento de relax, me fui para la cama y como es habitual en mi colega Capi, soñé que unos tipos de uniforme verde, con tricornio y todo me perseguían allá donde iba. A veces eran alto y rechonchos, otras bajitos y enclenques, las más no tenían cara.

El piso de papel

 

No sé por qué nos dio por meternos allí. Siempre lo atribuí a que nos había dado un mal aire, a que nos cogió el día tonto. Era nuestro segundo año de facultad y tras haber pagado la novatada yéndonos a vivir con gente que no conocíamos, decidimos irnos a vivir mi colega Capi y yo juntos. La elección no pudo ser más desacertada. Situado en la Calle Ejército de África (que no veas que nombrecito), nuestro piso era estrecho y pequeño, un cuarto sin ascensor, y con un casero que parecía el Profesor Jirafales del Chavo del Ocho. Pronto, muy pronto, nos dimos cuenta que el sitio que habíamos elegido para vivir era como el camarote de los hermanos Marx. Una cosa surrealista y sin mucho sentido. El epíteto no es gratuito, si se tiene en cuenta las características del piso, características que a continuación pasamos a enumerar:

a)      El telefonillo se encontraba dentro de una de las tres habitaciones. El compañero de esta habitación se levantaba temprano, por lo que a las once solía estar encamado. Era bastante habitual que algunos amigos se pasaran por el piso a eso de la una o las dos, despertando al pobre de Antonio Ángel, el cuál aguantaba la "despertá" con un inusual estoicismo.

b)      El suelo era de plástico. Sí, como lo oís. Lo que hacía de suelo, no eran baldosas, ni losas, sino una especie de plástico malo, sacado de los tiempos del Cuéntame. Como estábamos todo el día fumando pitillos, era bastante normal que muchas pedrolas cayeran al suelo, lo que llevaba aparejado el consiguiente agujereamiento de éste.

c)       En lugar de haber puertas en las habitaciones había una suerte de elemento plegable hecho de plástico que separaba los cuartos del salón e impedía que pudieras tener un mínimo de intimidad.

d)      El salón se guardaba del exterior por una serie de ventanas de cristal -no de paredes, tabiques o muros- lo que conllevaba mucho frío en invierno -el vaho mientras hablábamos formaba parte de la cotidianeidad- y mucha, muchísima calor en verano.

e)      Para encender la luz de la cocina tenías que abrir un armario. De esta manera cuando caía la noche y entrabas en la cocina, abrías el armario y allí ¡voilá! Encontrabas el interruptor. Como nuestro querido casero no nos dijo nada sobre el último grito en nuevas tecnologías, tuvimos que descubrir el invento por nuestra propia cuenta...

f)       El frigorífico por las noches temblaba como una abuelita en invierno, emitiendo un ruido ensordecedor. Este frigorífico encajaba en una fina pared a cuyo otro lado, se hallaba la almohada del Capi, el cuál no se caracterizaba por tener un sueño profundo y pesado precisamente... Vamos que el pobre no pegaba ojo.

g)      La cocina comunicaba con el cuarto de baño. La puerta del cuarto de baño era de cristal amarillo nicotinoso, siendo muy agradable cocinar mientras veías la silueta de tu compañero de piso enfrascado en paños mayores. Claro, que todo era mejorable cuando el compi tiraba de la cadena y abría la puerta, confundiéndose los olores de la sopa de sobre con los que salían del aseo.

h)      Una lámpara digna del burdel más sórdido, de un llamativo cristal rojo, coronaba mi dormitorio. Desafiando las normas de la gravedad, esta lámpara se encontraba sujeta al techo por un cable muy fino, lo que hacía que estuviera torcida y amenazara con caerse cualquier día. Curiosamente, lo que solía estar debajo de esa lámpara era mi cabeza.

En fin, y este es el escenario de un año -el curso 2000-2001- en el que nos pasó de todo. Salto desde la ventana del piso de al lado hasta mi casa, barbas que se remojan en un puchero, actividades amatorias contempladas por una atónita vecina, música punk a todo volumen hasta altas horas de la madrugada, gusanos que salen de las bolsas de basura, neveras vacías conteniendo únicamente un yogur caducado... Pero, bueno, eso es otra historia.

 

El piso de papel

 

Quizás a veces con un poco de exageración y/o invención, otras veces ajustándome fielmente a la realidad, aquí me dedicaré a contar algunas experiencias vividas. Como ya la vida es suficientemente dura, intentaremos darle un tono burlón y humorístico a esta sección. Y es que, a veces, lo reconozco, me pongo muy serio, y quien me conozca sabe que esto en parte no es así. Decir, que estas Historias de vida, querría dedicarla a todos mis amigos con los que he compartido, comparto y compartiré -espero- tan buenos y gratos momentos. Muchas veces ellos serán protagonistas y co-protagonistas de estas historias... Va por ellos.